Octavio Paz me llevó al Café de la Place Blanche, a conocer a André Breton, con la esperanza de convertirme en un admirador del maestro. Breton, con una muchacha indochina a su lado, estaba rodeado de numerosos discípulos, ataviados de poetas, o siquiera en uniforme de bohemios. Era un hombre fornido, más bien bajo, autoritario, como un oficial o un suboficial de algún ejército. Me dijo que había descubierto una escritura por jeroglíficos que le permitiría cubrir las calles de París de mensajes subversivos fácilmente comprensibles para todo el mundo, pero que por ser jeroglíficos, no previstos por la policía, no podrían ser prohibidos. Le pedí que escribiera algunos y pretextó no recordarlos debidamente y le dijo a la muchacha indochina: "Tráeme los papeles de los jeroglíficos. Están en casa, sobre el piano, debajo de la calavera". La muchacha fue, no los encontró y volvió. La muchacha debía de ser lo mejor que tenía Breton.
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