La política moderna ha estado cautivada por la imagen del reloj. Desde el primer texto que traza su ambición, ha querido fijar, con un laberinto de resortes y tornillos, la exactitud que ha de gobernar al mundo. La compleja selva de apetitos encontraría modelo en esa admirable máquina de precisión. Implacable jerarquía de horas y de segundos que impone regularidad al día.
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