A fines de los años treinta y principios de los cuarenta del siglo pasado, la ciudad de México ya contaba con los méritos suficientes para calificar como metrópoli. Al abolengo de sus palacios, templos y edificios construidos en la era virreinal, y a las obras arquitectónicas con las que el régimen de Porfirio Díaz quiso asegurarse un buen lugar en la posteridad como adalid del progreso, la capital mexicana había agregado en el pasado reciente avenidas e inmuebles que declaraban la confianza en un futuro que aboliría las distancias y no tendría temor a las alturas.
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