Desde comienzos del siglo X, los abates del monasterio de Cluny no cesaban de poner en guardia a los hermanos contra las perniciosas seducciones de las letras profanas. La misma actitud se observa en Raoul Glaber (s. X-XI): Hacia la misma época surge en Ravena un mal comparable. Un tal Vilgard se entregaba con pasión poco común al estudio del arte gramatical (siempre fue costumbre de los italianos descuidar las otras artes para seguir aquélla). Inflado de orgullo por los conocimientos de su arte, comenzó a dar señales crecientes de estupidez: una noche, los demonios tomaron la apariencia de los poetas Virgilio, Horacio y Juvenal y se presentaron ante él; fingieron agradecerle el amor con que estudiaba lo que habían dicho en sus libros y por servir con tanta fortuna a su renombre a los ojos de la posteridad. Por añadidura, le prometieron que algún día iba a compartir su gloria. Corrompido por esta mistificación diabólica, se puso a enseñar con énfasis muchas cosas contrarias a la Santa Fe: declaraba que las palabras de los poetas deben ser creídas de punta a punta. Finalmente, Pedro, pontífice de la ciudad, lo juzgó hereje y lo condenó. Se descubrió entonces por toda Italia a numerosos sectarios de este dogma pernicioso, que también sucumbieron por el hierro o por el fuego.
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