Gabardina o abrigo de lana, sombrero enfundado hasta las orejas, guantes de piel, espejuelos, mostacho postizo y fistol con un enorme brillante de vidrio para adornar el infaltable gazné eran los elementos que componían el atuendo de Carlos Balmori, un supuesto millonario que a finales de la década del veinte del siglo pasado alardeaba de poseer una enorme fortuna y muchas ganas de favorecer, con cheques cuantiosos, a toda persona que le causara buena impresión. Un vozarrón y precisos acentos cosméticos en el rostro completaban el aspecto masculino del magnate ficticio. Halagados por la atención que recibían de parte suya, sus pretendidos beneficiarios se sometían a exigencias absurdas y soportaban injurias y malos modales.
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