Regresas del mercado
con un fresco pollo muerto,
recién desplumado.
Todavía está caliente.
Adentro del cadáver,
el carnicero ha embutido
patas, cabeza, corazón, cresta,
hígado y molleja
y otras partes que no
puedo reconocer: un crudo
carmesí, un acuoso rosa
y un lívido azul, barnizados
por los fluidos de la muerte.
La piel amarilla, pálida
como una saturada cáscara de limón
en un vaso de té helado, fue picada
y sombreada por un calloso cuchillo
que medio extrajo cañones
y oscuros filamentos
de las plumas rotas,
como de un rostro sin rasurar.
Debo preocuparme de extraerlas con pinzas.
Cuando mi madre limpiaba un pollo,
después de bañarlo y acariciarlo
ya seco, lo sostenía sobre
el quemador de la estufa
para un final tostado.
Recuerdo la hediondez
de las plumas chamuscadas. Ahora,
encima de una hornilla candente,
tratamos de hacerlo bien.
Tarde esta noche, en la cama,
una almohada se romperá. El aire
se llenará de pelusas y plumas.
Se pegarán en nuestros labios
flotando arriba mientras que reímos
confundidos. Dirás
parece que tengo alas. Y desearé
cada cerda de tu barba
brotando como plumas.
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