Aquel profesor querido y apreciado por sus alumnos de Ingeniería en la UNAM —él no había leído a Kierkegaard— solía repetir en sus clases algunos conceptos matemáticos y morales hasta la saciedad. Él sabía que la repetición era una afirmación del ser humano, del sujeto, y que sólo a través de la oración conceptual repetida podríamos comprender la trascendencia de lo que intentaba comunicarnos.
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