Aprendí a escribir en redacciones ruidosas, con jefes que sobrevolaban como cuervos los escritorios de los reporteros, mientras intentaban arrancar, prácticamente del rodillo de las máquinas, las cuartillas que al día siguiente iban a convertirse en noticias. Cuando una página en blanco era la cosa más atemorizante del mundo, tuve que escribir todos los días entre timbrazos de teléfono y el ruido atronador de los teletipos, a “la hora trágica” en que los editores decidían portadas y jerarquizaban notas.
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