La pregunta que más frecuentemente se hace hoy alrededor de la figura de Marcial Maciel es: ¿Cómo pudo engañar con bastante facilidad a tantos? Porque, al margen de los siempre panegíricos de sus seguidores, quienes lo tratamos de cerca nunca encontramos en él a un hombre erudito ni particularmente articulado. Agradable, sí, y finamente educado pero ni siquiera, en el sentido obvio de la palabra, carismático: Maciel era alto y rubio, caminaba muy erguido y siempre llevaba consigo a dos efebos, sonrientes y guapos —excepto cuando, por el nivel de la concurrencia, necesitaba ahí a alguno verdaderamente inteligente— que conversaran con los asistentes mientras él, sentado al centro del salón, fijaba una mirada dulce en algún punto del infinito que hacía derretir a las mujeres y maravillarse a los hombres.
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