Me detengo frente a un portón de metal negro con buzón plateado ocho minutos temprano. El sol de la tarde en Guadalajara deseca. Me protejo bajo la sombra de una palmera más alta que la doble altura de la casa blanca. Desde la calle sólo veo una ventana, ningún vecino. Me paro en lo que parece ser la tapa de un registro de agua que dice: 12.02.52. Toco el timbre. “Ya voy”, responde una voz masculina desde la ventana. Distingo una silueta a través de un vidrio opaco.
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